Después de la caída de Tarragona
en la tarde del 28 de junio de 1811, la población civil de la ciudad se hallaba
tan afectada que más bien parecía una imagen de ciudad desierta. Muchas de sus
casas habían quedado destruidas por el fuego y por doquier abundaba la
suciedad, ruinas y crecía la mala hierba en sus calles.
Salvo por la guarnición francesa
de unos 1500 hombres, solo se paseaban por las calles un puñado de pobres
civiles, supervivientes de la terrible masacre del año anterior, pero éstos
apenas no superaban las 200 personas. También se podía ver algún rehén que
andaba cabizbajo después de haber sido secuestrado en los pueblos de la comarca
por impago de “contribuciones.” Los rehenes
eran retenidos bajo amenaza de ser fusilados y su libertad dependía de un
rescate en forma de dinero, ganado,
gallinas, pan, cebada, trigo, vino o incluso sabanas o colchones.
La cobranza de las crecidas
contribuciones impuestas por los franceses era tan frecuente y tan ardua que en
marzo 1812 empezó a morir de hambre la población en los pueblos. En Valls, se
contaba:
Bastante
gente se alimentaba de hierbas [...] El pan que amasaban las casas particulares tenía que ser custodiado
por fuerza armada, al ser llevado y traído de los hornos de la villa, a fin de
evitar de este modo el que fuese robado por la hambrienta muchedumbre.
Por las calles de Bràfim, a 20
kilómetros de Tarragona, se veían a personas descoloridas, hinchadas o abotargadas de cara y piernas, también secos
y de color negruzco, que se caían por las calles y caminos, muriéndose algunos
de hambre, por no tener que trabajar ni comer.
El médico del pueblo vio morir
63 personas en Bráfim y Vilabella en el corto espacio de tres meses, aunque en
los dos pueblos no vivían más de 500 vecinos.
Por este tiempo aumentaron hasta
lo sumo los ladrones públicos que se llamaron embrollas, muchos eran desertores del ejército español. Contra
ellos, se levantó una compañía de paisanos que provenían de todos los pueblos
que los perseguían y fusilaban sin miramientos allí donde los encontraran.
El nuevo gobernador en Tarragona
era el general Bertoletti, que tenía bajo sus órdenes dos batallones; uno
francés del regimiento de línea 20º y otro italiano del 7º. Estos soldados
manejaban los cañones en el Milagro, vigilaban el mar desde la altura del
Pretori y a veces salían a saquear los pueblos. Sin embargo, Bertoletti tenía a
sueldo otros cuerpos irregulares para hacer el trabajo sucio de abducir
rehenes, lo cual hicieron, principalmente, de entre los curas y los más
acaudalados de los pueblos insolventes:
Los
conductores de estas personas eran regularmente los paysanos dados al enemigo,
que eran la gente más vil y despreciable, las heces de nuestras tropas que
havían desertado, y los franceses se servían de ellos para las cosas políticas
y poco para la guerra. Nosotros los llamábamos caragirats, en el pla de
Barcelona y Vallés brivallas, en el Empurdá perrots, en Urgel de la policía, e
iban vestidos de uniforme francés y ellos nombraban partisants, gendarmes, etc.
Estas
partidas iban de noche por los pueblos para secuestrar a la gente, a veces
haciendo grandes capturas por todos los pueblos. Según escritos, una vez en
Tarragona:
A los
primeros días los dexaban ir libres por la ciudad; si no pagaban los encerraban
en una casa sin darles que comer ni utensilios de que servirse; si tampoco
pagaban los estrechaban en un castillo; y llegaron a intimar a los de Valls,
Vilabella y otros que dentro ocho días, en caso de no pagar, cada día se
sortearía uno de los presos para afusilarlo. Así lograban lo que querían.
Desde el puerto de Tarragona
operaba otro grupo de gente vil. Eran
corsarios a sueldo de los franceses, pero su eficacia se veía afectada debido a
la presencia disuasiva de las fragatas pertenecientes a la Royal Navy que
patrullaban por toda la costa.
El ejército español también hizo
acto de presencia con frecuencia en el Campo de Tarragona, llegando a ocupar
Reus en numerosas ocasiones y evitando que las tropas francesas o sus secuaces
salieran de Tarragona. Los corsarios, en alguna ocasión, también se llevaron un
susto cuando soldados españoles atacaron por sorpresa el puerto y tomaron el cargo de harina de un barco, e
incendiaron otro.
Otro
día, en Vila-seca, un batallón francés del regimiento 121º que marchaba a
Tarragona desde Tortosa, fue emboscado y destruido por tropas del barón de
Eroles y el capitán general Lacy. Los napoleónicos sufrieron 200 muertos y
otros 550 hombres fueron llevados como prisioneros.
Las diferentes divisiones españolas, bajo el mando de líderes
como; Eroles, Lacy, Sarsfield, Manso, Milans y Villamil estaban en continuo
movimiento, yendo y viniendo por todos los pueblos. Combatían con frecuencia a
los franceses en numerosas batallas y escaramuzas, pero también necesitaban
víveres, con lo cual, la gente les tenía que hacer contribuciones también. El médico
de Bràfim decía: “Nosotros pagábamos a
ambos”.
Cuando
se marchaba una división española a otra parte, los franceses corrían para ocupar
o saquear de nuevo Reus o Valls. Quemaron casas, mataban a gente y cometieron brutalidades con las mujeres.
Cuando
alguien se vengaba y mataba a un soldado francés rezagado, llegaban las
inevitables represalias. La orden publicada por las autoridades de la ocupación
era fusilar a quien matase un francés:
si no se
sabía el reo se afusilase al dueño de la casa o tierras donde se hallase el
cadáver, o el más cercano al camino, casa o calle, y además se pagase una
contribución arbitraria entre los habitantes del pueblo o término donde suceda;
y hasta haver pagado se incendiase cada día una casa. Y si nada de esto podía
verificarse, se afusilasen las diez personas más principales del pueblo.
En 1812, la gente vivía mal, obedecía y alagaba en público a
los enemigos y los aborrecía secretamente. La actividad de las fuerzas de la
resistencia aumentaba, sin embargo, la guerra parecía que duraría algunos años
más.