martes, 12 de junio de 2018

Paseando con Agustina de Aragón en las calles de Sevilla y Cádiz.


Carlos Guillermo Doyle, el agente Militar británico que estaba presente en Tarragona durante el asedio de 1811, también contribuyó para que el gobierno en Cádiz reconociera el rango y sueldo de Agustina de Aragón fuera de Zaragoza. Nuestra historia comienza en aquella ciudad...



“Mi querido coronel, la defensa de esta ciudad se sitúa entre los sucesos más milagrosos de los anales de la historia militar que jamás había escuchado. Por consiguiente, tomaré la libertad de escribirle una breve descripción de lo que pasó. Si le pareciera suficientemente interesante le ruego que la ponga en conocimiento de Su Majestad el duque de York. Confieso como hombre militar que nunca he pasado dos días tan interesantes como ayer y hoy, inspeccionando la totalidad de estas gloriosas ruinas”.

Son palabras del teniente general Carlos Guillermo Doyle del ejército británico quien llegó a Zaragoza en agosto 1808, unas semanas después del primer sitio, trayendo consigo un viajero inglés llamado Charles Richard Vaughan. Fueron recibidos por las autoridades militares con honores e invitados a inspeccionar  todos los lugares donde habían ocurrido los combates. Se presentó ante ellos una visión dantesca de edificios reducidos a escombros en una ciudad donde no había quedado ni una sola casa intacta. En todas partes se observaron en el suelo grandes cantidades de proyectiles que los franceses habían disparado. También encontraron las señales de locura y de la desesperación cometidos durante los combates cuerpo a cuerpo, cuando los defensores se lanzaron un ataque para expulsar el ejército francés que ya había penetrado dentro en la ciudad. Las pruebas de la ferocidad aún estaban salpicadas en cada rincón, en las escaleras, en los pasillos e incluso en las habitaciones de las casas. Pero sobre todo, lo que les impresionó más a los visitantes era la historia de la extraordinaria actividad y recursos de los defensores.

Mariscal de Campo Carlos Guillermo Doyle

      Doyle presentó a Vaughan a los grandes héroes del asedio como el general José de Palafox, la condesa de Bureta y por supuesto, a Agustina Zaragoza y Doménech, cuya historia escucharon con mucha atención. Era evidente que el acto heroico de Agustina de Aragón no tenía parangón en la historia y Vaughan se conmovió tanto que decidió escribir y editar un libro, llamado Narrative of the Siege of Zaragoza. Su publicación en Londres fue todo un éxito de ventas que disfruto de cinco ediciones. El libro, el primero sobre el asedio, hizo mucho para movilizar la opinión pública en el Reino Unido a favor de la causa de España en su obstinada lucha contra el invasor napoleónico.

Conviene recordar aquí la historia de Agustina. Según los británicos que la conocieron, era una mujer joven y atractiva de 22 años procedente de una familia humilde. Llevaba una insignia de honor bordada en la manga de su túnica con la palabra Zaragoza y recibía un sueldo igual de un soldado de artillería del ejército español. 

Agustina Zaragoza. 

 Durante los combates en Zaragoza, las mujeres e incluso los niños se organizaron para abastecer a los combatientes con agua, municiones y primeros auxilios para los heridos, llegando a poner en peligro sus vidas tanto como la de los soldados, pues, sus bajas eran iguales de altas.

            El día que la cambió la vida para siempre a Agustina fue cuando se acercaba a la barricada que protegía el puerto del Portillo, donde el devastador fuego enemigo había diezmado a los defensores que ya yacían en el suelo muertos o mal heridos. Ante tal carnicería otros defensores se habían quedado aturdidos y el cañón, que tenían en la barricada, todavía llevaba su carga sin disparar. Era en este momento crítico que la fortaleza de esta mujer la hizo actuar sin vacilar. Cogió una mecha de la mano de un artillero herido y disparó el cañón. Enseguida subió encima de la misma boca de fuego y desde ahí desafió al enemigo, jurando a pleno pulmón que no abandonaría el cañón con vida. Al ver su ejemplo, más defensores corrieron para unirse a ella y repeler el ataque del enemigo. Su acto salvó el día, y lo que es más, sirvió para inspirar no solo a sus contemporáneos sino también a las generaciones venideras.

Monumento en Zaragoza

Sin embargo, el futuro traería grandes dificultades para ella. Pasaron cuatro meses y los franceses volvieron a atacar la ciudad, sometiéndola a un asedio que duró hasta febrero del 1809. Palafox y Agustina, ambos enfermos con la fiebre que arrasaba la ciudad, fueron hechos prisioneros y el hijo de ella, de solo cinco años, murió. Había perdido todo.

Creyendo que iba a morir pero conscientes de su importancia, los franceses decidieron mantenerla bajo guardia en el hospital. ¿Cómo saldría  de ahí? Pues, seis meses más tarde la encontramos paseando por las calles de Sevilla y de Cádiz, de nuevo en compañía del militar británico Carlos Doyle quien la presentó a varios escritores ingleses, incluyendo el poeta Byron que le proporcionaría un lugar de honor en su poema Childe Harold. Otro escritor, Sir John Carr, pasó una tarde conversando con ella y Doyle. Describió más tarde la apariencia de Agustina de la siguiente manera: “Estaba bien vestida con la mantilla negra. Su piel era clara de color oliva y su rostro suave y agradable. Sus formas eran perfectamente femeninas, abiertas y simpáticas”.

Lord Byron
Ella contó a Sir John como las centinelas que la vigilaban en el hospital habían bajado la guardia al darla casi por muerta, cuando en realidad había recuperado lo suficiente para aprovechar tal descuido y planificar su extraordinaria huida. Al lograrlo, se dirigió primero al sureste, donde encontró las fuerzas del general Blake a tiempo para participar en la batalla de Alcañiz, y después viajó a Sevilla. Durante la misma conversación, Doyle comentó a Sir John que Agustina no  acostumbraba de hablar de sus propias experiencias sino siempre hablaba apasionadamente sobre los actos heroicos de otros combatientes de los asedios.

Sir John Carr 1809
Fue Doyle quien la llevó a Cádiz y por un propósito noble, la de resolver las problemas de Agustina. Resulta que el rango y el sueldo de sargento que primero le fue otorgado en Aragón por Palafox, no tuvo su reconocimiento en otras regiones del país y Agustina estaba desamparada. Doyle se topó con grandes dificultades para que las autoridades la reconocieran como miembro pleno del ejército español, y ella, lejos de quedarse pasiva en el asunto, solicitaba el rango de capitán. Doyle escribió al ministro de la Guerra, Antonio Cornel Ferraz Doz y Ferraz, afirmando que Agustina: “No solo cumplió el deber de un soldado valiente pero su ejemplo sirvió para inspirar el heroísmo de otras mujeres, como se ha verificado en el primero y el segundo asedio de Zaragoza cuando aquellas heroínas admirables soportaron  los tormentos de la guerra, arriesgaron sus vidas y se mostraron dispuestos a morir a manos del enemigo.”

Pero esto no era todo, la Royal Navy, presente en Cádiz, también tomaron cartas en el asunto a favor de Agustina. El almirante John Child Purvis hizo alarde a su heroísmo, recibiéndola a bordo el Buque de guerra HMS Atlas con todos los honores y con los infantes de marina formados en filas. Se escucharon a algunos de los marineros decir, “Espero que hagan algo para ella, lo merece”.

De regreso a tierra, y en compañía de escritores ingleses, ocurrió una escena interesante descrito por Sir John Carr en su libro. Se dio la circunstancia de que Doyle había recibido una carta de Palafox desde Pamplona que deseaba leer a Agustina en voz alta, como si fuera su jefe que le hablara. El contenido de la carta era dura, Palafox se encontraba en un estado miserable y enfermo y los franceses además de maltratarle, le habían quitado  todo salvo su camisa. 

Sir John observaba con atención la cara de Agustina mientras ella escuchaba atentamente las palabras de Palafox y cuando se pronunciaba el último adiós, vio como una lágrima resbalaba lentamente por su mejilla. De repente, la expresión en su cara cambió y con fuego en los ojos y sus manos apretados exclamó: “ai!, estos vulgares invasores de mi tierra, estos opresores de su gente, si el destino de la guerra sitúa cualquiera a mi alcance, les pasaré por el cuchillo al instante.” Doyle quedó muy impresionado con la manera como hablaba y ninguno de los hombres presentes dudó de que llevara a cabo su promesa, si la oportunidad se presentara. 

Al final, le fue concedida el rango y el sueldo de Alférez en el ejército español con reconocimiento en toda la península, toda una estatus sin precedentes para las mujeres. A partir de entonces, tuvo muchas oportunidades de combatir a los invasores en Tortosa, en Teruel y con dos grupos de la guerrilla, incluso tomaba parte en la gran y definitiva batalla de Vitoria. Llevaba su uniforme y sus medallas hasta su muerte a la edad de 71 años. Sus actos son recordados todavía.

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